Acaban de finalizar mis primeras vacaciones en Madrid y parte de ellas las he vivido como una auténtica (guía) turista. Subí a lo alto del nuevo Ayuntamiento, paseé por el Retiro, comí un bocata de calamares en el Brillante y visité el Prado y el Thyssen. Sencillamente, agotador.
Por eso, después de pasar 12 días en la ciudad que me vio nacer, he sido consciente de que, a pesar de todo, I was born to be wild, en el sentido más literal…
– Donde yo vivo, por la noche se duerme. Las calles no están rebosantes de gente, ni huelen a alcohol. No hay decenas de personas al acecho, disparando flyers a discreción y tratando de engañarte para llevarte a su garito, ni hay bares pujando por superar los límites de su aforo donde hay que gritar para que la persona con la que hablas te entienda.
– En Playa Santiago no hay un bombardeo constante de publi, no estamos continuamente expuestos a anuncios comerciales ni se practica el culto a la tarjeta de crédito. La única publi que sufrimos es a través de la radio y la tele y el 90% de los productos y servicios anunciados están fuera del alcance y las posibilidades del lugar, lo cual es muy emocionante.
– Los caminos en la isla no tienen pérdida: Hay un carril de ida y otro de vuelta y solo un puñado de carreteras. Cuando se conduce por Madrid, hay que tener 20 ojos para controlar el tráfico, evitar colisionar, tomar la salida adecuada… Congoja 100%.
– En frío. Madrid frío. Hace frío. Mucho frío. Frío frío.
– ¡El ritmo de la ciudad es frenético! El estrés se contagia y uno pierde la paciencia con facilidad. Los horarios son largos, se duerme poco, amanece temprano y anochece tarde, se hacen demasiados planes. Parece que tenemos que exprimir hasta la última gota de vida, en vez de tratar de disfrutar el momento.
En La Gomera camino despacio, descalza, y puedo recrearme encontrando figuras y animales en las nubes, mientras el sol se refleja en la piel. Los sábados disfrutamos pintando piedras, nadando en el mar o cogiendo castañas, porque no hay centros comerciales ni cine. No tengo que decidir qué marca de palitos de cangrejo comprar, ni qué vino llevar cuando me invitan a cenar. Aquí la vida es fácil, vibra y brilla, en contacto con la parte más salvaje de la naturaleza.
Por eso, ya de vuelta en La Gomera, la frase: “De Madrid al cielo” cobra más sentido que nunca.